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Imagen autora
Mimí Diaz
Semblanza

Redescubrir es otra forma, accidentada, azarosa y tardía, del descubrimiento. Descubierta o vuelta a descubrir en 1999 por la crítica literaria Helen Humaña –según consigna el poeta e investigador José Antonio Funes–, la breve obra de Mimí Díaz Lozano (Tegucigalpa, 1928) supuso “un hallazgo poco más que afortunado, considerando no sólo el gran valor de esta obra sino la escasa participación femenina en la producción narrativa [de Honduras]”. Un hito, pues, doméstico y modesto, pero suficiente para insuflar nueva vida a un volumen fechado en 1959 con un título menos libresco que melodramático: Sendas en el abismo. Trece cuentos ambientados en una urbe en la que privan la marginación y el fracaso, el resentimiento y la soledad, el hambre, el egoísmo y la violencia, es decir, cualquier ciudad latinoamericana. Los títulos de esos relatos aluden a un eje programático: “Fracaso”, “Desesperación”, “Sombras”: “Convulsión” “Sobre el abismo” “Al compás de la agonía”. Publicado en México, donde Mimí realizó estudios de literatura, el gran mérito de este libro y su autora –a la sazón una joven mujer centroamericana apenas entrada en sus 30– es haberse colocado como precursores en Honduras de una vanguardia literaria que comenzaba a descollar en Hispanoamérica, justo al mismo tiempo en que, por ejemplo, Carlos Fuentes publicaba su gran fresco sobre la Ciudad de México. Sendas en el abismo no sólo acusa la correcta asimilación de sus influencias –del naturalismo de Zolá a la angustia kafkiana, pasados por una dosis de existencialismo francés– sino la maestría para leer su momento histórico y situarse en el centro de éste, como toda gran obra de arte.